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Alcarrás es una obra maestra por muchos motivos pero la mayoría se resumen en que no se nota nada. No se nota que hay un guion trabajado minuciosamente -se escribieron hasta 21 versiones-. No se nota la labor con los actores y actrices -ninguno profesional-. No se nota el casting titánico -más de 9.000 personas reclutadas en fiestas mayores y manifestaciones de payeses-. No se nota, en definitiva, que es una película. Parece que alguien ha dejado una cámara en la comarca del Segrià y ha grabado la realidad.

Después de 80 años cultivando la misma tierra, la extensa familia Solé se reúne para realizar su última cosecha de melocotones. Su tradicional forma de vida se acaba, ya no es rentable. Cada generación se enfrenta a su manera al fin de su mundo. La forma de contar de Carla Simón empatiza con todas, sin juzgar ni jerarquizar.

Nadie cuenta con sinceridad cómo se siente, sus miedos, sus inseguridades… Nadie responde a las preguntas inocentes y certeras de los niños (¿por qué no vienen los primos?) Con lo importante sucede como con las máquinas que destrozan melocotoneros de la película: apenas se ven, pero todos saben que están ahí. Las pocas veces que se intenta hablar, se desata una microviolencia que solo toleramos y perdonamos en familia -que se lo digan a la hermana de Quimet-.

Cuando sales del cine, te entran ganas de subir a Alcarrás y conocer a los Solé. No se dan un beso en toda la película, el padre se caga en Dios en cada escena, pero resultan emocionantes y tiernos -sobre todo ese abuelo, anclado a un terrateniente, una higuera y una vaca y esos niños, los que más fácilmente se adaptan a cambiar su lugar de juego-. Está bien escuchar los problemas de otras familias, así te das cuenta de que prefieres los de la tuya.

*Alcarrás se estrenó el 24 de abril en cines. Es la primera película en catalán que gana el Oso de Oro en el Festival de Berlín.